jueves, 29 de septiembre de 2011

MARS BAR. INT.- Noche.

Si nuestras lentes no hablasen, si nuestras cámaras no sintiesen, nuestras fotografías estarían vacías. Nuestros ojos son los que miran, nuestros dedos los que disparan. La luz de ese lugar, bendita luz, preciado regalo, la bala que se hunde en esa volátil mirada. Su gesto, como preguntándote qué demonios estás haciendo con él. Y en realidad no es otra cosa que atrapar su mueca, su pensamiento y su alma, que ahora saldrá de aquel tugurio para dar la vuelta al globo un millón de veces. Si aquellas rancias paredes hablaran… podrían decir las palabras más bonitas del mundo sin motivo alguno. ¿Pero quién necesita motivos cuando tienes cerveza, cigarrillos, cuatro amigos, una vieja polaroid y canciones de Tom Waits? ¿Quién necesita razones cuando te escuece el corazón y una ciudad que llega al cielo descansa a tus pies? Aquí te dejas llevar hasta que por fin te conducen a un lugar del que nunca volverás. Aquí si no pagas, no hay música. Quizás es así mejor, porque las canciones, al igual que las fotografías son, ante todo, recuerdos. Y prefiero recordar viejas historias de yonquis, putas y rockeros que relatos de mujeres agitando la nalga contra el paquete de algún descerebrado. Si nunca hubiésemos estado allí, nunca hubiese sido el peor bar de New York City, con el peor baño de New York City y el mejor Jukebox de New York City. Pura casualidad. Y las casualidades son precisamente las que te hacen acabar en lugares perfectos, conocer personajes inigualables y grabar en tu retina las más bellas imágenes, que perdurarán siempre en tu memoria. Como allí no abundan los Ferraris, ni las joyas, ni los fajos de billetes de 500 bucks, un tosco poema que atraviesa la barra, cual bala del calibre 8, de extremo a extremo, puede ser suficiente para encandilar a la rubia tetona de la esquina, que cruza las piernas a 200 fotogramas por segundo y se deja parte del pintalabios en el cuello de su botella de Budweiser, mientras te mira, decidiendo sobre la marcha, si te comería a besos o te clavaría un puñal en la parte izquierda de tu pecho. Como allí no abunda el mal rollo, es uno de los pocos lugares del mundo donde un punkie y un neonazi brindan a su propia salud y, emocionados, se abrazan envueltos en acordes de alguna canción de Syd Vicious que ahora mismo no alcanzo a recordar. Todo eso es el Mars Bar, en la primera con la tercera, al lado Este de la isla de Manhattan. Y hubo un momento en que fuimos parte de ello; como en los 70, entre jeringuillas, gafas oscuras y besos de mentira, lo fueron Lou Reed, Johnny Ramone o Patty Smith. Cuando los sueños se hacen realidad, lo hacen en puercos escenarios como este. Cuando la realidad sobrepasa a los sueños, te das cuenta de que la vida es una sucesión de instantes captados a 1/60 y diafragma 5.6.

Juan Gama de Cossío, Noviembre de 2009

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